lunes, 22 de marzo de 2010

Los Cojones de la Victoria

Hay victorias pírricas, que por tal característica, a veces, incluso, escuecen. Lamentas el precio pagado y lo que se queda atrás, en el camino, a pesar de haber vencido. Hay victorias holgadas, que debido a esta condición dejan al afortunado con la sensación insípida aun habiendo salido triunfador. Hay, por el contrario, victorias exiguas, en las que sufres hasta el último momento y tardas en asimilarla por el coraje y el tesón derrochados.

Ahora bien, de la Victoria que aquí hablaré, aún no sé con qué adjetivo acompañarla, pues se está pergeñando en estos momentos; aunque bien se podría decir que se lleva gestando desde años ha. Porque esta Victoria vino a este nuevo trance con más de una cornada que se ha llevado en anteriores tardes de gloria. La de hoy, la que está librando en la primera planta, le está poniendo las cosas difíciles, pero esto sólo hará que la Victoria sea gloriosa. Mejor aún, épica, a pesar de que para esta batalla no la han dotado ni de yelmo ni de coraza, ni de escudo ni de lanza. A pecho descubierto y a porta gayola vino el viernes a enfrentarse a la contienda. Sin previo aviso, sin tiempo para asimilarlo y sin posibilidad de preparar estrategia alguna, le dicen:

- "Ponte ahí, que te viene otra cornada. A ver cómo te lo burlas ahora, maja".

- "Pues muy fácil, chato, paso de burladeros y de quiebros, para eso tengo mis cojones, ¡LOS COJONES DE LA VICTORIA! ¡¡Échame el toro!!".

A las cinco de la tarde.

Un toro, uno, y casi seis horas de faena, en el frío albero de la Monumental de Toledo, necesitó para deshacerse del Mihura que le tocó en suerte.

A las cinco de la tarde.

Ora por aquí, ora por allá, se revuelve el morlaco cabeceando, testuz abajo, el cuerpo que yace inerte. En el primer lance, humilla el animal, y con su arma gélida y astifina, hiere la ingle derecha; diez centímetros de trayectoria ascendente. El Maestro Victoria ni se estremece. Resuelve la tanda con dos suaves verónicas para cerrar el primer envite. Cojea tras el desplante y arrastra su manoletina. Crecido como los grandes ante la adversidad maldita, se va a los medios. Cita al morlaco en su terreno, el pecho, descubierto. Al toro le sobra trapío, al torero, bravura. Se apresta la res para la carrera; pisa el coso toledano, pezuña atrás y arena que vuela. Comienza un nuevo duelo. Avanza el toro rápido, el torero permanece quieto, ni se inmuta, coge aire, pies juntos. Más aire. Cita con la frente alta y la mirada al tendido, donde divisa, lontananza, la luz que pide paso para seguir haciendo camino. Agacha el astado su frente zaina, fija la mirada en el objetivo y golpea sin compasión alguna. Provisto con estilo grácil y elegancia probada empitona el pecho descubierto del maestro, que en ningún momento del lance pierde la cara al bovino.

Dos heridas astifinas e inconsciencia son el primer balance de la pelea; vestigios triunfales del suceso necesarios para llegar al resultado anhelado.

Así fue como llegó a la cama de la plaza tras haber lidiado al Mihura sin espada ni estoque, sin muleta ni capote.

Y tras un breve pero angustioso letargo, ajena a desvelos y llantos, lo siguiente que recuerda es la algarabía que conforma la muchedumbre poblando el angosto pasillo y mientras tanto, la familia aplaude la salida a hombros por la Puerta Grande.

La Victoria está asegurada.

El 11 de abril, por la mañana, quiero hacer mi mejor carrera y con las manos mostrar en bandeja mi regalo. Para ello, cruzaré la meta, exhausto y agotado, con el puño diestro apretado golpeándome el pecho, de otro lado, corazón e índice estirados. Y el rastro que deje en el aire tras mi paso por meta, será mi Estela, que llegará, me guiñará un ojo, sonreirá, y extendiendo el pulgar apuntando al Norte, pensará:

Los cojones de la Victoria.

Será mi humilde homenaje a esta Victoria a la que sólo le falta el adjetivo.


Lazarillo.

lunes, 1 de marzo de 2010

Entrenar en Gijón...

Porre y yo lo teníamos claro; teníamos que empezar el año entrenando en un lugar bonito, y con mayor motivo si el segundo día de estancia en Gijón tocaba comida en "El Restallu".

Y así lo hicimos.

Como punto de partida, la playa de San Lorenzo. El primer día, tiramos hacia la izquierda con la idea de llegar hasta el Cerro de Santa Catalina, coronarlo, y recuperar el resuello junto al Elogio del Horizonte. Una vez allí, admiramos la obra de Chillida con su paisaje circundante, que proporciona a la escultura un aire de belleza y tranquilidad que invitan a la contemplación y al agradecimiento por estar en ese momento allí, entrenando con un amigo.

Y desde el cerro, continuamos hasta el Puerto de El Musel a ritmo cómodo, retornando por el entramado de calles que arropan el litoral. Ya por entonces, el ritmo fue creciendo paralelo al cansancio, pero el paso junto a don Pelayo erguido sobre su caballo, nos sirvió de estímulo para ofrecer unos minutos finales de rápidas zancadas.

El estiramiento final, aprovechando la barandilla del paseo marítmo, escalera 11, fue, sencillamente, antológico; ¿por qué?, porque la temperatura era idónea, el paraje espectacular, la sensación óptima y la compañía perfecta.

El segundo día fue parecido pero mejor aún (no hay dos entrenamientos iguales, aunque el camino sea el mismo). Iniciamos el entrenamiento dejando el mar a nuestra izquierda con el objetivo de llegar hasta el Parque de la Providencia, que se divisaba lejano y elevado, muy elevado. Hasta que llegamos al final del paseo marítimo, todo eran comentarios y risas, pero cuando el camino comenzó a inclinarse y el asfalto dejó paso a una hilera intermitente de piedras que trazan la senda hacia lo alto del Parque, cada uno tiraba como podía y en silencio. Silencio roto sólo por algún exabrupto inmerecido, sin duda, lanzado al terreno que pisábamos. Zancadas lentas y torpes, mirada a izquierda y abajo; al suelo para ver si éste llaneaba y a la siniestra suplicando fuerza a la inmensidad del mar. El camino picaba cada vez más pero ya quedaba menos, perogrullada que evocas absurdamente en ese momento, y por fin coronamos el parque y alcanzamos la Providencia.

Todo el esfuerzo mereció la pena y cobró significado cuando subimos el último escalón del mirador, ubicado en el punto más alto del Parque de la Providencia. Desde allí todo es bonito; abajo, hierba verde precediendo las aguas trémulas que amanecen intranquilas, y al fondo, las nubes en pugna con el Sol a punto de ganarle la partida... ¡¡Eh, despierta!!, coge aire y te bajas, machote, que te queda la vuelta. Y ésta se tornó perfecta, para gustos los colores, pues una fina lluvia comenzó a refrescar nuestras caras precipitando así gotas de esfuerzo con sabor a salitre.

Tras 10 km, volvimos a estirar en el mismo sitio que el día anterior y la sonrisa cómplice de ambos fue pensando en el homenaje gastronómico que nos habíamos ganado.

Bendito "Restallu".

Y así es como distruto de un entrenamiento con un amigo; compartiendo esfuerzo, pisando un lugar bonito.

Gracias Porre.